miércoles, 20 de mayo de 2015

Acerca de mí: Manuel Sáenz

  No tengo mucho que contar sobre mí. Mi vida podría resumirse de la siguiente manera: Fui un niño feliz, amante de las caricaturas y de salir a la calle a jugar con sus amigos, siempre con buenas calificaciones; de adolescente fui rebelde, aunque en realidad no tanto, mi rebeldía se expresaba en mi negación a cortarme el cabello; en la preparatoria creí que el ser conocido por todos era lo mejor, pero me di cuenta de que no era así, y menos cuando dejas de ser tu mismo por agradar a otros.

   Desde chico, mis padres se preocuparon por enseñarme valores para que fuera yo una buena persona, pero por sobre todo, en lo que más se esforzaban era en que yo pudiera aprender a amar a Dios. Por esto mismo, desde niño asistía a la iglesia, pero a diferencia de los otros niños nunca me gustó ir, para mí era el peor lugar en el que podría estar. No recuerdo un domingo de mi niñez en el que no llorara a la hora en que me dejaban en la clase para los niños. Era tal mi desagrado por la iglesia que, según cuenta una tía mía, por las mañanas me levantaba diciendo: “cof, cof (según yo tosía) mami, estoy muy malito, yo creo que el día de hoy no voy a ir a la iglesia”, no siempre me salía con la mía, pero de vez en cuando mi tía me echaba una mano y me ayudaba a faltar a la iglesia. Después me fui acostumbrando, ya no lloraba e incluso habían otros niños que me llegaban a caer bien, aunque en realidad mucho de lo que me motivaba a quedarme en la clase de los niños eran las palomitas del refrigerio, pero aún y que era esa mi motivación, ¡en realidad sí ponía atención en clase!, pero eso no hacía que me dejara de desagradar el tener que estar ahí. El problema es que no fue sólo durante mi niñez, sino que fue hasta alrededor de los 16 años que tomé el gusto por ir a la iglesia; durante todo ese tiempo en que no llegué a tomar a Dios en serio, llegué a cometer tantas estupideces como me fue posible, no las mencionaré, tendría que hacer una lista muy larga, aunque sí ,para mí, unas fueron más graves que otras, pero estoy seguro que cada una de ellas llegó a ser una gran ofensa y causa de tristeza para Dios.


   No fue sino hasta tiempo después que entendí de qué se trataba todo: entendí que Dios no estaba interesado en que yo fuese a la iglesia solamente, sino que Dios me quería a mí, completo, de pies a cabeza, todos los días de la semana, del mes, del año; Dios quería que entregara mi vida a Él, pues sólo en Él la vida tenía sentido. Fue entonces que tome el gusto por ir a la iglesia, y fue algo que no me costó un gran esfuerzo ni mucho menos; y mi interés no era porque hubiese alguien que me gustara en la congregación; no porque en el culto de los adultos dieran un refrigerio más rico que las palomitas; no porque me hubiera dado cuenta que los domingos en la mañana son muy aburridos si no se va a la iglesia, ¡nada de lo anterior! La razón por la que en verdad llegué a disfrutar el asistir a la congregación era porque, por fin después de tantos años, entendí de qué se trataba todo: se trataba de un Dios que estaba totalmente interesado en mí de tal manera que “siendo Cristo Jesús de condición divina no quiso hacer de ello ostentación, sino que se despojó de su grandeza, asumió la condición de siervo
y se hizo semejante a los humanos. Y asumida la condición humana, se rebajó a sí mismo hasta morir por obediencia, y morir en una cruz.  Por eso, Dios lo exaltó sobremanera y le otorgó el más excelso de los nombres, para que todos los seres,
en el cielo, en la tierra y en los abismos, caigan de rodillas ante el nombre de Jesús, y todos proclamen que Jesucristo es Señor, 
para gloria de Dios Padre.” (Filipenses 2: 5-11)  
   Fue así que entendí también el por qué los demás se reunían en la congregación, y es que si hemos recibido la buena noticia de Jesús, eso nos lleva a formar una comunidad para compartir todo lo que Dios ha hecho con nosotros, lo que hemos visto, lo que hemos oído, y todo esto en conjunto, pues si nos quedamos todo esto para nosotros mismos, tarde o temprano se echa a perder. Además que quienes han decidido seguir a Cristo deben aprender a convivir unos con otros, a pesar de las diferencias, pues juntos hemos de dar testimonio del Amor de Dios por la humanidad; debemos mostrar que sí hay una diferencia entre quienes siguen a Cristo y quienes no, pues quienes siguen a Cristo han de comportarse de cierta manera, han de imitar lo que el Maestro llegó a hacer y lo que sigue haciendo, poniendo a la obediencia en un lugar más alto que la doctrina o las costumbres. Y porque como Cristo ha resucitado, tenemos Esperanza de formar una nueva humanidad: la humanidad restaurada por Dios. Y es en esa Esperanza que vivimos en medio de tantas cosas terribles, es esa Esperanza de que Dios volverá a crear todo de nuevo, es la Esperanza de la Nueva Creación en Cristo Jesús. Y todo esto me tiene totalmente cautivado. En verdad, para mí el hecho de conocer y creer en esto me hace imposible no amar a Dios.


   El primer párrafo narra una historia un poco trágica, pero tiene esta segunda parte: la parte en que Jesús transforma mi vida. Por Él soy quien soy, por Él vivo, y por Él he decidido entregar mi vida para dejar de ser yo quien mande en mi vida, y pasar a ser su súbdito. "Ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí. Mi vida en este mundo consiste en creer en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí." (Gálatas 2:20)



                             Mi nombre es Manuel Sáenz, y esta es mi historia.

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